26 de marzo de 2020

Control

Esa mirada no me quita los ojos de encima, me observa detalladamente, me estudia, me analiza con intensidad, es mi mayor detractora cada día; esa que me devuelve el espejo y es implacable. Tengo que creerme que el silencio constante no hace mella en mí, pero lo hace, consigue entrar en mi cabeza y tocarlo todo, hasta aquello que creía olvidado y enterrado.
Cada recuerdo que lanza sobre mí es como un disparo directo que despierta el dolor a través de mi piel. Quiero ser capaz de negociar con mi propia conciencia, obligarla a que pare con esa crueldad, que traiga solo los momentos de luz y aleje la oscuridad. Pero debo ser muy mala negociando porque las imágenes que veo me hacen vulnerable, no puedo evitar sentirme culpable de todo lo malo que he vivido en algún momento del pasado. Recuerdos que me obligan a apartar la mirada de mi propio yo, porque no soporto verme.
Dicen que todos llevamos un monstruo dentro, no sé si será cierto, pero te diré que yo sí lo llevo, que aunque luche contra él, al final el destino siempre lo acaba poniendo en mi camino. Aparece una y otra vez, a veces como una piedra,  a veces como un incendio contra el que me canso de luchar y dejo que me convierta en ceniza
He de confesar que tengo miedo cuando no hay nadie a mi alrededor, porque pienso que va a salir de nuevo de detrás de cualquier rincón, para meterse en mis recuerdos. Y aunque verle es una constante batalla, en el fondo no puedo evitar sentir un poco de empatía por él, por su tenacidad, por su fuerza y su insistencia, por no rendirse nunca.
La rabia se hace cargo. Levanto la mirada de nuevo para encontrarme con esos ojos y retarle de nuevo, quiero que comprenda que si él lucha, yo lo haré más, que no me rendiré, que siempre intentaré ser mejor, a pesar de sus visitas.
Ahora, por fin, aparto la mirada, pero esta vez no la bajo, soy yo la que tiene el control.

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