Todo estaba tan parado que ni siquiera los murmullos se
atrevían a salir. Los pasos eran amortiguados por el eco, un eco que lo absorbía todo,
porque no había oídos para escuchar, ni ojos para ver, ni bocas para hablar… El
momento del silencio había llegado a la ciudad.
Las vidas se habían cortado mientras los corazones seguían
latiendo con miedo a romper el compás en cualquier momento. La reflexión tomó
las riendas y se instaló en cada una de las mentes que tenían consciencia, para
quedarse de forma permanente, o eso quería ella, porque la inconsciencia
intentaba asomar una y otras vez, dejando cauces abiertos, que de nuevo la
reflexión tendría que contener.
De un momento a otro, todo dependía de los pensamientos,
de acallarlos, de controlarlos y no dejar que se fueran, que tomaran impulso
como un caballo desbocado y salieran al galope. Yo quería manejarlos,
dirigirlos a mi antojo para terminar en el punto perfecto para mí; pero la
realidad era que no sabía cuál era ese punto.
Quizás el problema era encontrarme primero conmigo mismo,
dedicar tiempo a descubrir todo lo que sabía de mí. ¿Quién soy? Esa es fácil,
soy yo mismo. ¿De dónde vengo? De un lugar muy lejano. ¿Qué he venido a hacer
aquí? He venido a buscar lo que no tenía. ¿Lo he encontrado? Sí, demonios, sí, todo lo que necesitaba.
Te he encontrado a ti, a tus ojos, tu piel blanquecina y tu
cabello oscuro. He encontrado tu forma de ser y lo más importante, tu corazón.
Así que no me importa que esta ciudad esté vacía, porque mientras esté contigo, mi NADA.
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